Por: William Ospina
ME GUSTAN LOS VINOS ESPESOS, EL coñac aromado, el tequila festivo, el ron caribeño y (¡Oh, Joe Broderick!) el whisky irlandés.
El aguardiente tiene (para mí) demasiado azúcar y demasiado anís. Pero hay en la vida una hora, como decía Truman Capote, para pasar del jerez al martini.
Esos antiguos filtros estimulan la fiesta y animan la conversación. Cuánto no hemos hablado y hasta cantado bajo su influencia. Y si ahora abuso menos de ellos, es porque nos vuelven más necios de lo conveniente, porque al volante pueden ser mortales y porque el malestar de una mañana de guayabo es sin duda de estirpe infernal.
Fumé por veinte años, desde la adolescencia. Todavía me admira el placer que advierto en los fumadores apasionados: cómo se consumen con el cigarro, cómo vuelven sus horas humo y casi poesía. Yo nunca tuve tanta pasión: un día dejé el cigarrillo sin dificultad y sin duelo. Rechazo la persecución que hoy padecen los fumadores, me molesta verlos expulsados de los antros de la gran sociedad, solos y humeantes y melancólicos a las puertas de los salones del tedio virtuoso. Me parece incluso advertir que desde que se persigue el cigarrillo el mundo se ha vuelto más neurótico, más violento y más propicio al terror. A veces fumo un puro en una fiesta: disfruto su sabor, el denso contacto del humo aromado, y sé que no causa adicción: en semanas no vuelvo a sentir el deseo de probarlo.
Fumé dos veces marihuana y el resultado fue catastrófico: nunca me he sentido tan mal en mi vida. Me daría terror repetir esa ingrata experiencia. Pero conozco muchas personas que la consumen, y no pierden la conciencia ni la lucidez: me parecen tan inteligentes y diestras como antes de usarla. La considero, con toda sinceridad, más allá del efecto que obra en mí, una sustancia menos peligrosa socialmente que el alcohol. Del mismo modo, probé alguna vez cocaína: me sentí eufórico, locuaz, intranquilo. También, cosa rara, temerario, casi en la vecindad del peligro. No me interesa su uso, y no lo recomiendo.
Alguna vez, después de una operación grave, me fue suministrado algún derivado de morfina. No me lo advirtieron y por eso ignoré la causa de los sueños paradisíacos que me invadían en esos días. Podía soñar a voluntad, siempre con atmósferas en las que la naturaleza era el único motivo. Veía florecer llanuras bajo mi vuelo, avanzaba por bosques plácidos, me sentía entrando en espesuras misteriosas, muy cerca de hondos y generosos secretos del mundo. Un día, no tuve a la hora acostumbrada mi inyección analgésica y empecé a reclamarla. Alguien me dijo que ya no la necesitaba, y me sorprendí a mí mismo exclamando con énfasis: “Sí, sí la necesito”. Entonces comprendí que empezaba a padecer los vagos efectos de una adicción, y no insistí en mi reclamo.
Me gustaba jugar a las cartas, costumbre que ahora poco me atrae. Alguna vez me entusiasmó echar dinero en las máquinas tragamonedas, donde el juego de azar deja de serlo, porque está manipulado y programado para que el jugador siempre pierda. Olvidé que, como dice Borges, el dinero es tiempo futuro, que botarlo de ese modo insensato es desperdiciar la vida y que lo único que nos dieron es tiempo, y no mucho. Advertí que corría el riesgo de perder la voluntad, y con ella la íntima y moderada libertad con que contamos: entonces renuncié a la tentación. En noches de insomnio me he asomado a los juegos electrónicos: qué decepción perder horas enteras en un ejercicio mecánico y hostigante. Llegué a sentirme culpable, como el que ha bebido mucho y mal, pero no resultó tan difícil abandonar esos rituales.
Los mecanismos de la memoria, del pensamiento, del lenguaje y de la imaginación me parecen tan asombrosos, tan inexplicables, tan sutiles y tan sofisticados que no creo que tengamos derecho a jugar con ellos y ponerlos en peligro. Valoro como algo divino la lucidez y la serenidad: me repugna arriesgar el equilibrio mental, estar a merced de fuerzas desconocidas. Por otra parte, casi no creo necesitar estímulos para la imaginación: fantaseo a mi antojo, siento el lenguaje dócil a las asociaciones y los caprichos, en cada hecho percibo otras cosas posibles, derivaciones y vagas fantasmagorías. Los abusos con la mente me parecen la antesala de la locura y prefiero estímulos más serenos y alimentos más austeros. Los libros, las obras de arte, la música y la conversación son para mí drogas suficientemente estimulantes, más controlables que los bellos venenos. Pero esa embriaguez exige sobriedad.
No creo que el Estado tenga derecho a imponer decisiones sobre estos asuntos: pertenecen a un ámbito sagrado, al discreto encanto de la libertad personal. Nadie ha necesitado obligarme a renunciar a lo que me hace daño. Todo el mundo debería tener el mismo derecho a experimentar y a decidir.
Sé que hay todavía otras sustancias que pueden afectarnos más peligrosamente, que pueden dominar nuestra voluntad por entero. Y no estoy hablando de la viciosa política ni de los adictivos medios de comunicación. Creo que hay que estar advertidos contra ellas. Pero las prohibiciones del Estado nunca consiguen impedir que los adictos se abandonen a su adicción: por el contrario, los fuerzan a la clandestinidad, a la marginalidad y al peligro. La libertad es nuestro mayor privilegio; la educación y la amistad generosa, nuestra única y verdadera protección. Lo demás es arbitrariedad, irrespeto y locura.