viernes, 30 de julio de 2010

Adios a las ranas

Adios a las ranas
Rafael Chaparro M.


Se fueron para siempre las ranas, las tardes de viento, las cometas, las botas pantaneras y los pantalones cortos. Llegaron los trancones, los cocteles de monóxido, las minifaldas, los pitos y las luces de neón. El lugar donde hoy se levanta el “Bulevar Niza” era el espacio de los safaris acuáticos de los niños de Niza. Desde muy temprano salíamos a la calle para iniciar la cacería de ranas y sapos. Todas las mañanas, nuestras mamás se esmeraban en arreglar a sus nenés para un día de: agua florida por todo el cuerpo, los tenis bien blancos y una delineada carretera en la cabeza. Pero valía más nuestro interés por la naturaleza que el amor maternal, que en Niza siempre se identifica con misa de diez de la mañana y la empanada con yogur para que el niño “futuro promisorio de la patria” no llegara a la adolescencia mal alimentado en cuerpo y alma.

Todo empezó una perdida mañana de 1970, cuando varios niños nos aburrimos de las carreras de tapas de gaseosa sobre los andenes y de los paseos por los parques de Niza donde tocaba lidiar abuelitas chochas y perros. Las abuelitas, herederas del catecismo del padre Astete y de los sermones televisados del Padre García-Herreros, siempre nos conducían por los caminos verdes y nos enseñaban cuán bellos eran los arbolitos y las avecillas. Los perros, la mayoría de las veces, eran unos odiosos pekineses que antes de orinar hacían una especie de venia con su deforme cabeza. Esperábamos con ansiedad el momento en que al can le diera un fulminante ataque al corazón cuando apareciera el famoso pastor alemán de la calle 124, que según contaban, era alimentado con carne cruda y odiaba a los perros chiquitos. Sin embargo, el judío dueño de “Lobo” solamente lo sacaba a pasear por las noches cuando ya en las calles del barrio no había abuelitas para asustar, potenciales pekineses a la pastor alemán y niños malvados.

Lo único rescatable de esa evangelización de yogur, orines de perro oriental, pinos, galletas y jartera era el momento cuando las abuelitas lucían descompuestas y por fin se sentaban a descansar. Entonces, casi siempre, aparecían por allí a jugar futbolito los muchachos más grandes, que empezaban a pisar duro la vida con sus cerebros mojados de ácido. Eran los muchachos de pelo largo, camisetas y jeans descoloridos que hacían los goles más espectaculares de esta zona de Bogotá y que tenían en el cura y en el inspector del puesto de policía de Niza a sus más acérrimos enemigos. Era una alianza de la “Suma Teológica” y el código de policía contra las melenas, los Beatles y los Rolling Stones. Desde ahí empezamos a comprender que la psicodelia de los de Niza nacía en la tienda de la esquina: los ácidos de estos muchachos eran el decol y el ácido muriático para limpiar baños. Los compraban y los vertían en los baldes, donde después consumían los jeans y las camisetas para volverlos como lo exigían los tiempos: color púrpura profunda.

Entonces descubrimos el enorme potrero, donde ahora se levanta el “Bulevar Niza”. Estábamos seguros de que en ese lugar, ni la chochera de las abuelas ni el protocolo urinario de los pekineses nos iban a molestar. El potrero nos cambió por completo la visión del mundo, que en ese momento se reducía a los parques, a los tres chiflados, a los villancicos, a la misa con el padre Julián y a los carabineros que de vez en cuando pasaban por allí: se creían una especie de policía montada canadiense de la avenida Suba.


De pronto el cielo se endureció

Una mañana nos rebelamos por completo. En lugar de colonia nos tiznamos la cara con tierra mojada. Los tenis pulcros los cambiamos por unas hermosas botas de caucho. Los armarios de los papás tampoco se salvaron del asalto de los pequeños cazadores de sapos y ranas: correa que veíamos, correa que nos apropiábamos. Era necesario lucir una parafernalia adecuada para ir a cazar anfibios: cachucha del Santa Fe-la de Millonarios solo la usaban los que continuaban lidiando abuelas y perros-, pantalones cortos, a la usanza de los ingleses pendejos que hacían safari en el programa de Tarzán-domingo a las 10 de la mañana, Cadena Uno-, las gafas negras del hermano mayor o del primo o en su defecto las de la mamá, que había comprado una vez en ese viaje a “las islas”, bolsas plásticas, una lupa, frascos, brújula y, claro está, no faltaba la bruja incluida. Lo más jarto del safari anfibio era la hermanita menor de alguno de nosotros siempre que se nos pegaba. Entonces surgía el conflicto: “no queremos nenas en el grupo”. Si la brujita no se iba, la solución era radical: por ese día, excluíamos al hermano y a la hermana.

Un día supimos de la leyenda de la Rana de Oro del pantano del potrero. Cierta mañana, ya cuando nuestras mamás se habían resignado a darle quejas al cura por nuestra turbia conducta, no tanto por lo pecaminosa como por lo pestilente, nos encontramos frente a frente con otro grupo de niños que también estaban en el plan del safari anfibio. De pronto el cielo de la mañana se endureció. El sol reflejado en los charcos del potrero pareció romperse por mil rayos de furia. El viento empezó a oler a puño cerrado. La situación era evidente y clara: alguno de los dos grupos estaba en territorio ajeno y era menester fijar las fronteras de la cacería. Lentamente nos fuimos acercando, el agua nos daba un poco más arriba de las rodillas, los pitos de los carros sonaban lejanos, el mundo era nuestro. Todo parecía la escena de los noticieros que mostraban a los muchachos americanos agobiados por la peste y por la sangre en los pantanos de agua pesada de Vietnam. En el aire sonaba “dense en la jeta”. Ya estábamos a punto de rompernos la cara a puño limpio, uno tres metros nos separaban…el cloar de las ranas de pronto se silenció, cuando, de pronto, por el medio de los dos grupos pasó la Rana de Oro. Era una rana más grande que las comunes, de un amarillo profundo y con pintas negras sobre su espalda. Quedamos paralizados por un segundo y enseguida los dos grupos de chinos dejamos que la Rana nos diera la vuelta. Por varios instantes, la Rana de Oro fue y vino. Nos sentíamos como en una especie de oración. La leyenda de los niños de Niza, decía que el día que alguien lograra atraparla, se secaría el pantano. Dejamos que la Rana de Oro se moviera como quisiera. Al fin y al cabo ella era la madre y la reina de las aguas de aquel pantano.

Se fueron para siempre las ranas, las cometas, los safaris anfibios, los paseos con las abuelitas chochas y los odiosos pekineses. “Lobo”, el feroz pastor de la 124, nunca se comió a alguno de los pekineses y en cambio murió una buena tarde atragantado por un inofensivo hueso de pollo.

Ahora, diciembre de 1988, el pantano y el potrero y las ranas y sapos se hallan tapizados por concreto. Por allí transitan sapos con “Reebok” y sapas con minifalda. Los constructores del “Bulevar Niza” lograron hacernos ver que nuestra infancia no terminó hace tantos años, sino apenas hace una semana cuando se inauguró el centro comercial y nos dimos cuenta de que lo de la leyenda de la Rana de Oro era cierto

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