viernes, 30 de julio de 2010

Bogota es un acuario de peces tristes.

Bogota es un acuario de peces tristes
Rafael Chaparro M


Cuando llueve, Bogotá se convierte en la ciudad más triste del mundo. La escena se repite una y otra vez. De pronto estás en la calle y miras hacia el cielo y ves allí en las nubes un grupo de aves que se escabulle. Entonces empieza a llover y a tu nariz llega el olor pesado de la lluvia bogotana. Es un olor mezclado con whisky, un olor mezclado con perfume de mujer y gasolina, un olor incierto que se apodera de tus pulmones, de tu garganta, de tus alvéolos, y te invade, te asalta, te jode, te pone down, triste, maluco. No hay nada qué hacer. A lo mejor te va a coger una de esas gripas tenaces que suelen dar en Bogotá. Una gripa maluquita con muchos moquitos, con muchas lagrimitas. Una gripa pendeja y estúpida.

Cuando llueve en Bogotá te llega la tristeza primordial que se siente es Praga, en el puente Carlos a las seis de la tarde cuando los vendedores se recogen y las mujeres de cabellos dorados se van con el viento gris de la tarde. Ver llover en Bogotá es ver llover en Praga. La misma soledad que se siente cuando llueve en le parque de Lourdes se siente en la estación Muzeum a las cinco de la tarde. Ver llover en Bogotá es ver llover en París. También como Vallejo me podría morir una tarde en París mientras llueve. Ver llover en la carrera Trece es la misma sensación que te posee en el boulevard Menilmontant cuando los árabes salen con sus perros viejos y antiguos, salen a las esquinas a mojarse, a fumar, a desgastarse bajo la lluvia remota de París, esa lluvia que uno sabe que humedece todos los besos, esa lluvia que uno tiene la certeza de que humedece todos los labios salvajes y que cobija son sus agujas invisibles todos esos gatos tristes y melancólicos que pasean por los techos de París. Uno sabe que esa lluvia es mágica. Es una lluvia que sabe a lo que saben tus babas, una lluvia que sabe a árboles lejanos, una lluvia contaminada por la luna, contaminada por las palomas grises. Ahora probablemente llueve sobre Bogotá. Llueve en la avenida Caracas, llueve en la carrera Séptima, en la avenida Chile, en el centro. Llueve. Llueve. Llueve. Y todos los rostros de los habitantes se ponen así, no sé, como más tristes, como más baratos, y entonces te dan unas ganitas de volar hacia el centro de la lluvia, ganas de estar cagado de la risa en la mitad de la lluvia mientras te crecen alas transparentes en la espalda. Llueve y los corazones se humedecen y las mosquitas muertas que se estrellan contra las paredes sucias de los días caen y se arrinconan contra las alcantarillas mientras las luces de las patrullas de policía se reflejan en el pavimento húmedo.

Probablemente cuando llueve Bogotá entra en otra dimensión. Bogotá se torna una ciudad más irreal, tal vez un poco más fantástica y en las calles se presiente el murmullo de diez millones de dragones tristes que recorren las calles húmedas y se introducen en el camino incierto de la niebla.

Son las cinco de la tarde. Los buses parecen acuarios llenos de peces tristes que se zambullen en el agua sucia de la gasolina. Bogotá lluviosa. Bogotá es una ciudad de cucarachas. Una ciudad de culos y tetas tristes. Una ciudad con una lluvia que huele a cebolla blanca. No hay caso, son las cinco de la tarde y Bogotá es una postal triste y gris donde la gente trata de sonreír, una postal gris untada con la triste cagarruta de las palomas que vuelan sobre la plaza de Lourdes.

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